martes, 12 de julio de 2016

CHILE, A LA PASADA

Suele estar definida la vida en la suerte del que pasa a lo largo del eje central de un camino que se extiende persistente por quebradas y valles de pequeña escala, siempre señalados por la cruzada tensión del persistente camino a la costa. Somos mar que se abre o se niega, pero siempre atrapados por la latente presencia de la extensión oceánica, que desgrana sus aguas cordilleranas preliminares en la costa amarilla del norte y la costa grisácea del sur, cuando dejamos la costra de destiempo y temporada, sesgados por el tiempo de tránsito y desgaste montañoso a lo lejos, como si solo fuera eternidad aquello que deja atrapar la blancura de una garza migratoria, pernoctando en el roble americano de cualquier avenida arbolada de la depresión intermedia consonante. Estamos solos en este país, pletórico de escala disminuida, en su extensión retenida por el paso de un aire norte-sur que nos acongoja desde nuestra estadía suspendida por su paso de pomposa y sosegada procesión. Chile es aquello que suele dejar su huella por milenios en cada roca horadada por la gota persistente del suelo febril de aquellos temporales abruptos y desencajados, en atolondrado portento de gigantismo contrahecho, por decirlo de otro modo. Así somos en nuestros pasos costumbristas y distantes, vertidos a la otra falda del otro cerro que desagua en el valle vecino, visto siempre como el vergel que no tenemos y ante el cual lo nuestro se ensombrece y se conforma. Chile se destempla y esa es su suerte y su consuelo. No hay más que aquella arrojadiza cuerda permanente entre lo que nos ata y nos libera. Indígenas o afuerinos, atrapados en nuestra situación de cruzada formación y longitudinal propuesta extemporánea. Siempre del valle al otro valle y de aquel hasta el mar. Siempre así, breves y discretos.

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