[©SmcArq] Por motivos de vida familiar, y de paso, llegué a las quince horas con treinta minutos del Domingo veinte de Septiembre de dos mil nueve al paseo de la Costanera, frente a las ruinas de un edificio de dos pisos inconcluso de líneas modernas, todo pintado de un lúgubre azul. Y apoyado en la gruesa y reluciente baranda de acero inoxidable me entregué a darle la espalda al mar y a mirar las gaviotas que, a más de ciento cincuenta metros de altura, circunnavegaban una suerte de viento ascendente, desde donde dibujaban curvas de vigilia, en grupos reducidos de tres a quince ejemplares. Repentinamente descendían a sus asuntos portuarios desde su posición virtual, sobre el murallón forestal de eucaliptus y pasturas primaverales, con matices de flores a amarillas, por entre las cuales suben senderos de acorte de camino de los habitantes del cerro que detrás del murallón hacen sus vidas, vertidos al balcón de mar y bajo los graznidos superiores de las gaviotas, atrapados ellos en sus vidas comunes y corrientes. Y así es la esencia del lugar que recogí, con la vida cotidiana de ver las gaviotas mientras suben los habitantes cortando la cota del murallón de añosos eucaliptus, mientras se miran las flores y una que otra basura que desaparece a lo lejos, desde la distancia de mi mirada escrutadora, con el trasfondo rojizo intenso de la tierra arcillosa de aquellos lugares costeros. Y me decía ¿Cuál es la fórmula de ese evento, que es lugar y murallón terroso que surge caminado con la coronación del vuelo de gaviotas al acecho de cuanto evento de su conveniencia ocurra en el puerto de buques, grúas y botes pesqueros, que acaso dejan a su suerte trozos y restos de la pesca que ofrecen a la ciudad y a su vida de restaurantes de mariscales, pescado frito y puré instantáneo, hacia el turismo popular y artesanía de churros, conchuelas y tallados algo consabidos, con la huella de pies callosos y zapatos algo desgastados en su paso de modesto paseo dominguero, tras una ciudad contrahecha y anhelante de surgimiento que así figura desde el acristalado edificio que ora aquí y ora allá busca su verticalidad y refulgencia con la proximidad de una casucha de tablas enmohecidas que ensombrece en pos de cantar el progreso que no se dice propio de los habitantes de modesto ademán y tranqueo presuroso?. Y pasó que en mi empecinado mirar al murallón ya cantado en su densidad de vida que acoge y rechaza, y desvanecido en tanto tráfago de personas que no lo ven pero lo asumen en su lateral circuito de ir y venir por la orilla severa y luminosa, vi que veía lo que en mis cuarenta y dos años sabía, pues cuanto discriminaba era a sabiendas de su científico conocimiento de poder de presencia y surgimiento; sabía del árbol que se naturaliza perenne en Australia y desgancha en la ladera su muerte de añosos brazos a riesgo de matar transeúntes, sabía de la predominancia del terruño rojizo, desde una impronta de cientos de kilómetros de tal colorido manto natural, sabía del viento y de su ascenso por la pendiente, sabía del vuelo y de los huesos huecos de las gaviotas, ligeras para sobrevolar, sabía del germen de vida que fluye en los árboles y sabía de la esencia del camino del habitante en su leve cortar la cota por la pendiente, y entendía que la flor se maravilla para darse al insecto que de su amarilla luminosidad de belleza atractiva lo distrae, para florecer año con año en el mismo lugar, junto al edificio abandonado cuya alma se nutre de acero transportado desde lejos, y sabía del agua que hacía del cemento una roca artificial, que de agrietarse revienta en su acerado color rojizo para ser en su muerte en el mismo terreno del mismo color, iluminado. Y seguía sabiendo más de la cuenta, hasta entender que de tanto entendimiento dejaba de ver la maravilla decaída en su certeza, pues de tanto saber lo que se ve, se deja de ver lo que aún no se sabe, que es aquello de cuyo nombre aún desconocemos seña y presagio. Y me di al ejercicio de ver según lo que todo no era, y veía a las familias pasar en su ausencia de multitud de manada y trashumancia en pos del alimento; y todo lo que veía era lo que no era, centrado en la imagen que a contramano intentaba encandilarme de conocimiento; no era la costa, ni flotaba un buque, ni recorría el cielo un sol distante, y Arthur Rimbaud se me acercó al oído, a hacerme ver que lo surgido era vector de su esencia concluyente, cuando cae el paradigma, se desvanece el arquetipo y surge la metáfora del mundo; …y flechas de sentido surgían de los cables, de las ramas, del paso del hombre erguido desde su peluda vestimenta cuadrúpeda, y el tráfico de automóviles era un trazo abstracto de rumbo que atravesaba la arboleda rimada en el rayo refulgente del sol que penetra hacia la sabia de melifluo verdor. Y todo lograba su porte de entresacado margen de poder en un mundo de murallón arbolado en sapiencia impertinente. Nada estaba en su enmarcado paso regular de certeza, y vibraba el mundo y surgía, acaso, el Universo. Dejaba la cosa su porte y su tiempo, quedando en cada objeto el vacío cántaro de mundo que poderosamente se hacía carne de esencia potencial, como cuando el niño-genio-poeta-marginal veía a Venus en la simple mujer que entraba a las forjas de ciudades inmanentes cortejadas de penumbra y majestad.
Tu (si, tu) acaso ves y sabes lo que ves y te felicitas de saber lo que milenios de intelectualización han hecho de tu mirada; a saber, la muerte de rasgo venéreo que infecta al mundo de tu ausente impotencia de abandonar todo escrutinio para entregarte a la lengua que canta la belleza como si se indicara un inminente derrumbe que no necesita de tu impronta para bramar en su caída. Y entonces vas por el mundo como si el mundo hubiera dejado de ser una erupción de luz forjada en formas y figuras huidizas y fugaces, que suben a tu huella de paso cansino, cual onda circular que canta una piedra que por mano ajena cae al fondo de un estanque, de cuyo trasfondo no sueñas ni siquiera en su limo acogedor.
Si no eres capaz de pararte frente a la cotidianeidad y hacerla estallar de dudas y potentes resplandores, desvanecidos por tu ojo resignadamente moribundo, eres sombra que apaga a la creación, y eres pie que apoya su tranco en el peldaño desgastado de la escalera que muere por el agua que lava toda plenitud desde los decenios de intransigente y básico transitar amortajado, cortando una cota de una pendiente que no ves sino como un hilo de paso que se ahonda como se acentúa la peligrosa certeza en un cerebro resignado a subsistir.
Mata el médico a su paciente si no hace de tal veredicto una luz de alumbramiento en el amor que abre de caridad a la evidente sanación del ser que allega su padecimiento, como se allega al nido la madre gaviota a regurgitar la comida del que cree dar la vida en su consulta anidada, hecha de escritorios y solemnidades contrapuestas. Mata el arquitecto que forma su soberbia propuesta cual escultórico hito urbano que no sabe de intrínseca fidelidad a la vida que desea albergar internamente desde sus muros, humilde y generosamente acaso. Mata el ingeniero que calcula a contraluz de la belleza por su propio resguardo, mata el pescador que no sabe de ofrendar los restos de su pesca a la descendida plenitud de aquellos milagrosos rulos de viento y plumaje, cuando allegan a la costa su descendencia de coronación y blancura. Y mata el que nutre su certeza, y mata el que cierra su corazón al desaparecimiento de toda huella humana, escondida y fallecida por certezas de poder y potencia imaginaria.
Hay otras muertes, entonces, pero se ocultan en tu ilustración; hay otras soledades, que logran su esplendor en la multitudinaria empresa del hombre gregario, ladrando el clamor de jauría a un viento que no siente pero que manifiesta desde la plenitud de los otros, convencidos. Hablas de muerte cuando eres eco de una huella abierta por la que caminas haciendo de ese paso un veredicto de nube, neblina y camanchaca ascendente que niega su costa y perfuma la ladera que no es sino molestia y basural, cuando haces de tu camino el tiempo denegado por el arribo placentero. Pero estadísticamente es así, y por alguna razón que no quiero permear debe, el noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de la población de almas pensar, que sabe como desconoce y que mira como encierra a la luz que surge cual esplendor de arrimo en momentos de huidiza plenitud, para algo, de lo cual, y aquí me perdonarán, hace centro de su vida y motivo de su miseria compartida.
Para cosas como las aquí escritas encuentro sentido, que desde ellas me perdono y me subsisto, aunque no entiendas y aunque, por último no quieras entender, pues te bastas con el placer y te llenas de posesión;…
…“Pertenencia”, “Espejismo”, “Silencio”; ¿Cuántas otras palabras caminan contigo por tu propia y condenada soledad encubierta?
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