martes, 25 de noviembre de 2008

Tierra Santa

Mora en el alma de todo peregrino, el arribo a la tierra santa que guarece aquello que no es atributo de la piedra o del polvo. Cómo decirlo; la santidad de aquello que nos retrotrae a nuestra propia capacidad de recogimiento, no nos deja en paz hasta tenernos inclinados ante un mundo que a su vez se reclina ante nosotros, que surgimos como el ave distractora del puñado de eventos solitarios, que pulsan su destino sin más que un signo de transcurso abandonado, con el dejo de aquello que, porque la creación debe ser coherente, sigue ahí a la espera de su hallazgo conciente por parte del agente, que sin más y de repente se distrae como puente, que cruza y deja cruzar, de tal modo de cazar al dicho en el tiempo y a la consistencia de su empeño.

La Tierra Santa es una idea, que halló morada en Jerusalén.

Si Jerusalén dejara de ser aquella huella disputada de pasiones y rencores (una pena pero una pena constructiva), surgiría por doquier la potencia de sí misma, para levantarse por mil lugares hacia su propio esplendor, como ruina o como templo conferido.

Y ya que insisten en aquello, ni templo ni terruño es Jerusalén, pues ella se reviste de su gozo tendido entre las almas que en ella encuentran su complemento de espera y resonancia manifiesta.

Más, debo reconocerlo, no sé ni entiendo lo que digo, ni sé por qué lo digo ni para quien, ni desde cuando es esto importante para mí.

Puede ser que solamente retumbe en las palabras el eco despeñado de una importancia asumida. No lo sé, pero de alguna manera ni siquiera importa una brizna que lo sepa o no lo sepa. Basta con que ciertas cosas sean dichas para que inicien su camino o al menos lo retomen por destino.

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