lunes, 11 de febrero de 2008

¿En qué podrían parecerse León Tolstoi y Joseph Ratzinger?

Respuesta simple y directa; en su eximia manera de expresarse por escrito.
Ahora bien, pueden salir quienes digan que peras con manzanas no pueden compararse o asociarse, pero aludiré simplemente a sendos textos que he tenido la ocasión de leer; del primero “Esclavitud Moderna”, del segundo “Religión, verdad y salvación”.
Ambos, en su estilo poseen la virtud de lograr, que los textos simplemente traspasen las barreras de quienes los leen, pero esta capacidad no es una que se aprecie simplemente en cualquier texto por ahí; hablo de una excepcionalísima capacidad, que supera y traspasa los límites del idioma inclusive.

(fragmento de “Esclavitud Moderna”, León Tolsoi
[Nueva Biblioteca Filosófica, Editorial TOR, Buenos Aires, Versión de A. Conca];

inicio del Capítulo II )
347 palabras
Exigir a unos obreros a que trabajen treinta y siete horas sin reposo y sin dormir, es natural de un hombre cruel y que ignora sus mismos intereses. No obstante, continuamente vemos que así se desperdician insensatamente vidas humanas.
Frente a la casa donde habito, funciona una fábrica de sederías, donde se ha implantado todos los perfeccionamientos de la técnica moderna. Tres mil mujeres y setecientos hombres trabajan en ella. Mientras escribo, escucho el ruido sin interrupción de las máquinas.
Una vez visité el establecimiento, de manera que me es suficiente acudir a mis recuerdos para saber lo que significa ese incesante rumor. Tres mil mujeres se inclinan sobre sus telares, abrumadas por el golpear de los émbolos y el crujir de las ruedas. Durante doce horas, arrollan, devanan y hacen deslizar las hebras de seda para fabricar las telas.
Todas, exceptuando las que acaban de arribar de sus pueblos, tienen el aspecto macilento. La mayor parte de ellas llevan una vida desordenada e inmoral y hasta las casadas abandonan a sus hijos recién nacidos. Les envían al pueblo o al hospicio, y por temor de que las reemplacen en su labor, van a trabajar al siguiente día de parir.
Estoy en lo cierto de lo que digo: hay docenas de millares de mujeres que desde hace veinte años han sacrificado su juventud, su salud y hasta su existencia y la de sus hijos, para fabricar terciopelo y seda.
Ayer hallé un mendigo, que aún cuando joven y de robusta complexión, se arrastra con la espalda encorvada, apoyándose en dos muletas. Poco tiempo antes acarreaba tierra y ladrillos en las construcciones. Un día cayó de una andamiada, y al caer se produjo graves lesiones internas. Las curanderas y los médicos que le atendieron consumieron todas sus economías, y desde hace ocho años, sin amparo, mendiga por la ciudad, rogando a Dios que le mate.
¡Cuántas existencias humanas se pierden así!. Desconocemos todas estas amarguras o aparentamos no darles gran valor, porque para nosotros no son sino las inevitables consecuencias de un orden de cosas que debemos mantener
(…)”

fragmento de “Religión, verdad y salvación”, Joseph Ratzinger
487 palabras
(...) Permítanme detenerme un momento aún en este punto, porque toca una cuestión fundamental de la existencia humana, que con razón representa también una cuestión capital en el actual debate teológico. Pues se trata del mismo impulso del que ha partido la filosofía, y al que tiene que volver siempre; en él se tocan necesariamente filosofía y teología, si éstas se mantienen fieles a su cometido. Es la cuestión de cómo se salva el hombre, cómo se justifica. En el pasado se ha pensado preferentemente en la muerte y en lo que viene después de la muerte; hoy, cuando se ve el más allá como inseguro y por ello se lo continúa excluyendo de las cuestiones actuales, hay que continuar buscando lo recto y justo en el tiempo, y no puede preterirse el problema de cómo hay que habérselas con la muerte. Curiosamente, en el debate acerca de la relación del cristianismo y las religiones universales el punto de discusión que propiamente se ha mantenido es cómo se relacionan las religiones y la salvación eterna. La cuestión de cómo puede ser salvado el hombre, se ha planteado aún en sentido más bien clásico. Y ahora se ha impuesto de modo bastante general esta tesis: las religiones son todas ellas caminos de salvación. Quizás no el camino ordinario, pero al menos sí caminos ”extraordinarios” de salvación: por todas las religiones se llega a la salvación; esto se ha convertido en la visión corriente.Esta respuesta corresponde no sólo a la idea de tolerancia y respeto del otro que hoy se nos impone. Corresponde también a la imagen moderna de Dios: Dios no puede rechazar a hombres sólo porque no conocen el cristianismo y, en consecuencia, han crecido en otra religión. El aceptará su vida religiosa lo mismo que la nuestra. Aunque esta tesis (reforzada entre tanto con muchos otros argumentos) es clara a primera vista, sin embargo suscita interrogantes. Pues las religiones particulares no exigen sólo cosas distintas, sino también opuestas. Ante el creciente número de hombres no ligados por lo religioso, esta teoría universal de la salvación se ha extendido también a formas de existencia no religiosas pero vividas coherentemente. Entonces comienza a ser válido que lo contradictorio es considerado como conducente a la misma meta; en pocas palabras: estamos nuevamente ante la cuestión del relativismo. Se presupone subrepticiamente que en el fondo todos los contenidos son igualmente válidos. Qué es lo que propiamente vale, no lo sabemos. Cada uno tiene que recorrer su camino, ser feliz a su manera, como decía Federico II de Prusia. Así, a caballo de las teorías de la salvación, otra vez se cuela inevitablemente el relativismo por la puerta trasera: la cuestión de la verdad se separa de la cuestión de las religiones y de la salvación. La verdad es sustituida por la buena intención; la religión se mantiene en lo subjetivo, porque no se puede conocer lo objetivamente bueno y verdadero.”(…)

Yendo al meollo del asunto, no puedo sino observar la excepcional manera de ir al tema correspondiente, con una dirección recta y preclara que no suelo encontrar. Puede parecer casi obvio esto que digo, pero no es común leer y entrever que sólo se disparan en nuestro interior, los ecos directos e idénticos de las palabras que leemos, sin dejar de lado cualquier actitud pertinente que, por cierto, establece las cortapisas o las aperturas necesarias.
Tolstoi y Ratzinger son poderosísimos escritores que logran la compenetración de su realismo y de su trascendencia respectivamente, de una manera sutil y estridente a la vez; sutil es su palabra sin grandilocuencias; estridente es el resonar de sus textos en nuestro interior, tan receptivos a la calidad elocuente como a la necesaria humildad.

Ratzinger nos habla de sus creencias, como si aludiera a la simple descripción de un acto cotidiano y obvio; para él la fe y sus consecuencias más intrincadas son prístinos caminos recomendables y transferibles. Tolstoi es un escritor capaz de nombrar todas sus corroboraciones, no importando el estrato o nivel de las mismas (igual que el segundo); y podría decirse que esa es, o sería la clave de sus capacidades; el haber aprendido a olvidar el límite o la frontera entre lo trascendente y lo trivial, para aludir a todo con la misma precisión y objetividad.

Ante tal certero don, cómo no rendirse y cómo no descubrirse.

A Dios gracias no los he leído a ambos algo más que en estos textos que cito (de lo contrario podría estar influenciado al escribir, por algo más que las primeras impresiones, que suelen ser las menos poderosas y las menos variables); a Tolstoi lo encontré en una feria de libros viejos, en un libro que literalmente se caía a pedazos, y no yerro al afirmar que Esclavitud Moderna es lo único que de él he leído, pero me ha bastado con esto para dejarme claramente establecido que, sin perjuicio de ser capaz, según me han contado, de establecer personalidades y sicologías de una manera contundente y definitiva, es su madura modestia textual la que le confiere esa capacidad de penetración en el mundo. A Ratzinger, al revés, lo conocí en la Internet, cuando fuera elegido Papa bajo el nombre de Benedicto XVI, y he leído, cuando mucho, unos cuantos párrafos de su autoría.

Irreverencia ante cualquier límite contextual es lo que les confiere poder, en contraposición a ser, obviamente, escritores embebidos de la ética más evidente; el primero como revelador de un mundo injusto que, acaso injustamente, debiera reventar ante las propias narices de quienes los sostienen; el segundo como intérprete de la continua correspondencia entre el mundo de los hombres y las rectoras maneras que metafísicamente se traspasan en las sombras de una caverna, que revela solo para algunos iniciados su luces evidente y constatables.

Ambos, como no, son recomendables escuelas de lectura; para aprender que es posible decir directamente lo que se ve, lo que se siente, lo que se cree y por cierto también lo que se edifica por obra y gracia de lo propiamente escrito.

Podrán decirme que “¿cómo es la cosa Sr. Meza?; ¿cómo viene a hablar de claridad, cuando sus textos finalmente son como estampidas extrañas e inteligibles, adonde solo se entiende la expresa confusión, trasuntada en andanadas de léxicos aparentemente inconexos?” (traducción; “eres un tipo enredado e incomprensible, y en persona insoportable”). Respuesta: Hablo desde mis asuntos intentando imitar lo que en este escrito resalto, y al que no le convenga, amplia y extensa es la Web. ¿Pero cuales son mis asuntos?; pues los que aún no existen; los que serán en cuanto dichos, y resonarán en predispuestas matrices, como infinito fue el Barroco, sin perjuicio de otras multitudes, acontecidas adonde solo se las vio como exógeno exabrupto dispar e incomprensible.

¡Y que diantres!, no pierdan más tiempo; alléguense a estos dos autores para saber de las barreras indispuestas y de las fronteras difusas, por mucho que parezcan concentrados ellos a sus propios convencimientos pertinaces. Desnuden sus prejuicios y reconozcan la calidad, que en Tolstoi y en Ratzinger son elocuentes.

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