[De mi antigua bitácora. Fecha original de Publicación 15 de Marzo de 2007]
Ya llevo, como lo he contado en otros escritos, varios años martillando mi comprensión con Juan Sebastián Bach, cosa que he comenzado a desafiar con algunas audiciones esporádicas de otros autores, tanto o más trascendentes que él (lo dudo).
Estuve escuchando la Sinfonía Nº4 de Beethoven (Orquesta Sinfónica de Munich; Director Henry Adolph). Claro, mis apreciaciones ante ella serán bastante preliminares y siempre comparativas con aquel que llena mis gustos musicales desde hace demasiados años ya, al punto de temer por mi objetividad en relación al tema.
Claro que otras veces he oído a Beethoven, pero a la luz de una cierta compenetración no, y perplejo quedo cuando, ya acostumbrado a la cascada de arpegios y torrentes de notas del Padre Bach, me encuentro de narices con el surgimiento de silencios potentísimos, carentes de anunciación de sus devenires y desarrollos. Cómo decirlo, la Sinfonía se presenta absolutamente impredecible para quien por primera vez la escucha, siendo asaltado por sucesivos ímpetus y pausas que se encadenan con el paso de un alma que avanza por sus sentimientos como lo haría una piedra irregular saltando por el lecho seco de un arrollo constelado de rocas inmensas, sobre las cuales rebota con el ritmo interno de su propia forma hecha síncopas de contactos y descensos.
Entonces el desarrollo de esta Sinfonía es un viaje desde y hacia las propias sorpresas de los propios ritmos y pulsos dejados a trasmano o convergencia. Y puede que esta apreciación sea universal para todas sus sinfonías, y lo que digo es radical pero generalmente aplicable. Cosa que no me importa, pues de lo que quiero hablar es de esta colisión que, maduramente me ha acontecido, desde la conciencia de aquellas distintas maneras de avenirse a la audición. A Bach con el cerebro y a Beethoven con el corazón, por mucho que hayan fragmentos de la obra del primero (como por ejemplo en su Concierto para Violín En La Menor, 2º movimiento Adagio. BWV 1041) que sean absolutamente entregadas a la subjetividad del propio pulso intrínseco de la pieza, arrastrando el sentimiento, por sobre el lóbulo frontal del cerebro, interactuando con el amor de un adolescente, pero con la racionalidad de un médico forense, pontificando entre sendas o diversas maneras de establecer el fárrago de llenos sonoros sobre el silencio abolido.
No puedo decir que disfruto a Beethoven como disfruto a Bach, pero “como que comienzo a comprender” que la manera correcta de escuchar al romántico autor es dentro de una suerte de aventura más establecida con el propio padecimiento que con el propio entendimiento. Con la fuga voy a entrever la inmensa capacidad de establecer Belleza “no obstante” la perfección del contrapunto de la misma idea original transpuesta hasta el agotamiento en algunos casos, desde la cual la aventura de la interpretación sería casi intrascendente para quienes sepan leer música, abstractamente, “viendo el tiempo” arrebatado del propio compás percibido. Pero con la 4ª sinfonía me adentro en un hombre que dispone su corazón y sus avatares sobre la fría piedra de la disección, para tocar con la propia alma (la de quien escucha) a la del autor, como lo haría la enzima digestiva sobre la molécula que pretende intervenir y para la cual fue creada.
Y me pregunto, finalmente, ¿Cuáles serán las impresiones de escuchar el ritual del “Pájaro de Fuego” de Stravinski, con su determinante latido telúrico detonando en mi pecho y mis oídos?, o ¿cuales serán las carcajadas de perfección, desdén y solemnidad que sentiré tras comprender a Mozart?, y ¿qué monotema interno de cual sentido y ascendiente será aquel ante el cual me veré enfrentado, tras engullir el Bolero de Maurice Ravel?.
Tengo por lo menos cuarenta años más para responderme todo esto, y de esta manera podré sentir que la vida cobra sentido de desafíos sutiles y elegantes, ante los cuales mis textos serán testigos y reflejo.
Solo así no me taladrará el propio y traicionero talento, que debe ser abolido, para desnudar la subjetividad manifiesta y obscenamente dispuesta en la mesa, cual banquete de certidumbres y presagios.
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