[De mi antigua bitácora. Fecha original de Publicación 20 de Septiembre de 2006]
[un análisis especulativo de algunos factores comunes a otras expansiones de otros asentamientos humanos, que pueden haber colaborado a su logro de conformación de su espacio urbarquitectónico, dado el conocimiento práctico que tengo del lugar. Este escrito es puro sentido común; no erudición]
En algún momento de su historia, sus habitantes decidieron escalar los riscos por medio de viviendas, y no eludir los mismos hacia las explanadas superiores; tiene que existir algo en la geomorfología de los cerros que colaboró a esta decisión de corresponder la extensión con la elevación, de manera tal que las tres coordenadas del espacio tridimensional tuvieran la misma jerarquía. Y entonces el ciudadano original y el advenedizo, por un acuerdo más tácito que elocuente, comenzó a usar los materiales que tenía, para darle forma a la espaciosa cáscara de urbe vertical que se fue extendiendo, densamente hacia los cerros.
Puede haber influido, entre otras cosas, que el Plan contiguo a la orilla estuvo en la vista inmediata de las decimonónicas empresas navieras y bancarias, de manera tal que el valor del metro cuadrado de terreno superó el punto de no retorno, que hizo más barato escalar la verticalidad del cerro, que quedarse abajo al tiempo que huir hacia la llegada al puerto, en la hoy denominada “Subida Santos Ossa”. Y pudo haber resultado más rentable, si es que se tenía terreno en el Plan, vender y subir hacia el cerro, que quedarse rodeado de construcciones que superaban con creces a lo propio, o a lo que uno habría podido construir, en relación a la calidad y la elegancia imperante.
Las fotografías anteriores a los terremotos de 1906, 1907, 1971 y 1985, muestran una ciudad densamente ocupada en su Plan, con incipientes o puntuales escalamientos frente a Plaza Victoria y hacia el puerto propiamente tal, ya arribando a las primeras mesetas; hablamos de un puerto de mansiones, palacios de mediana escala, edificios públicos y privados de acabadas terminaciones y nobles materiales como el mármol, el pino Oregón (conocido en otras latitudes como abeto de Douglas), el Roble en estructuras y terminaciones, el bronce, la piedra labrada, la escultura adosada, la columna rematada en ricos capiteles como parte de fachadas profusamente decoradas, vidrios biselados, puertas de encino, calles adoquinadas, plazas arborizadas, teléfono, iluminación mixta; a gas y eléctrica, telégrafo, la primera bolsa de Chile, el primer club de fútbol, iglesia anglicana para la colonia inglesa, en un país donde el catolicismo campeaba a sus anchas desde el siglo dieciséis (y lo sigue haciendo pero con matices), grandes bibliotecas, centros y clubes sociales elegantes y hasta fastuosos; mucha puerta de maderas finas labradas con orgullosos monogramas familiares o institucionales, casas comerciales, importadoras, tranvías, fiestas, barrio bajo, marineros, burdeles de todo pelaje, y el desarrollo de un arte y una creatividad que solo da el amalgamamiento del lujo con el contraste de la pobreza residual del que llega para buscar progreso esquivo, pues debe estar meridianamente claro para todos que la riqueza, así como la venimos entendiendo hace milenios, no es más que el enclave del esplendor sobre una cama espesa de creciente miseria y explotación, por mucho que se le quiera poner coco rallado encima y un poco de orito en polvo, como quien dice. Y entonces claro; este angosto Plan, que le fue ganando orilla al mar en la medida en que le quitaba oleaje (toda vez que al abrigo estaba de esa predominante especie de superficial marejadilla de viento sur que va incidiendo) se fue saturando en su tendencia a centralizar a una bullente y variopinta actividad de mar, negocios, distracciones, industria y comercio de escala nacional. Llegaban toneladas de maderas de excelente calidad y planchas de acero galvanizado, gruesas como ya no se encuentran, que conocemos como “calamina”, similar al ondulado que tienen las cortinas metálicas de las carnicerías y los almacenes, y se ocupaban en la ciudad como revestimiento de las casas, y seguramente era económica, pues llegaba de Europa en calidad, en parte, de lastre de los buques que volvían a su origen cargados de salitre natural. He visto a esas centenarias calaminas con su galvanizado intacto después de más de cien años de estar dando la faz hacia la bahía salobre, cuando las que se compran hoy por hoy no duran más de veinte.
Entonces me retraigo y veo que la durabilidad de los materiales nobles de antes que pudieron llegar al puerto, sumado a lo angosto y ancho de su Plan, sumado al valor que debió haber tenido un predio en la febril actividad de fines del siglo diecinueve, sumado a la negación de la costa que el Puerto le dio al porteño, debieron haber incidido importantemente a este trepar urbano.
Los trenes desfilaban y los buques repletaban las aguas costeras que no eran para bañistas; me la imagino turbia con la primitiva marea espesa rompiendo en piedras, engrasadas, al no tratar sus residuos domiciliarios e industriales. En la ciudades-cerro opera mucho la Ley del Gallinero en materias fecales y de basura. Hace cien años no existían en Chile las plantas de tratamiento de aguas servidas, sumado a que es común en Valparaíso, que no universal, el material arcilloso de color amarillo claro, duro , plástico, resistente a ser excavado, y me imagino que semejante subsuelo no colaboró con la construcción de pozos negros u otro tipo de disposición final de residuos, si hoy por hoy, comparativamente, es común ver acumulaciones de basura en quebradas solitarias o verticales.
Y en las fiestas patrias, me digo, debieron existir paseos a los cerros deslavados, a contemplar la llegada de los buques y los humos de la ciudad, y los incendios y quemas de basura, y las luces, y el fárrago de vibrante actividad, que hasta hoy asciende hacia los miradores como un vaho persistente de vida, trabajo, esplendor y padecimiento.
Con todo, en Síntesis, la cumbre esporádica, y la costa negada con la actividad fabril y la pestilencia impulsaron al ciudadano, como diría Alberto Cruz Covarrubias , al inició en el siglo diecinueve de su etapa heroica de sonsacar la odiosa arcilla “mojón de mula” para fundar con roble, eucaliptos y pino Oregón, los palafitos empapados de quebrada y temporal, que forraban en calamina y se perpetuaban por generaciones. Y se estiraban las casas y se plagaron de niveles y escaleras interiores y exteriores, que cuando ameritaban tránsito, lo concedían, y más de alguna vivienda era arco de paso inferior de los transeúntes que bajaban o subían del puerto hacia el laborioso arribo de los vapores transoceánicos y hacia la zona comercial, de grandes almacenes de saco, poruña y cajón de grano y especies, atendidos por dependientes de cotonas crudas color beige, bajo recintos de cinco metros de altura y cielos de tabla machihembrada, pintada de color verde agua, con lámparas enlozadas, piso de baldosa multicolor y grecas características, amoblados adosados de madera barnizada y repisas de baranditas de ínfimos balaustres, simulando las mansiones que abastecían; y tiradores de loza blanca, y cajas registradoras de volutas plateadas, grandes frascos de escabeches, dulces y juguetes pequeños, todo con el aire olor a té de Ceilán y ají merquén, mezclados con páprika, orégano y de fondo, el olor a tostaduría de café y grano que salía de negocios vecinos. Cierro los ojos y recorro el posible comercio de esos años, con panaderías de fuerte olor a berlines fritos, librerías de códigos navieros, ferreterías navales de bronce, cuerdas sextantes y espías, bancos antiguos de dependientes de brazos enfundados en mangas negras y visera, afuera un suplementero voceando El Mercurio y los folletos de novelas por entrega, niños llevando juguetes griegos e ingleses, mujeres con trajes de seda de la india y su mandadero con camisas de “osnaburgo” de algodón norteamericano, ese mismo cosechado por los esclavos, recién liberados en 1865.
Valparaíso se conformó en su Urbarquitectura (entendida como el manto continuo de anfiteatro y oquedad) antes de 1925, que fue cuando apareció la primera ley que reglaba a Chile para construir con seguridad y relativo resguardo (pero con menos libertad), tras los inmensos incendios, de los que el Puerto no estuvo ausente y los terremotos que cada diez o treinta años llegan.
El resto sigue siendo historia, pero más reciente y teñida de una inercia indolente.
Valparaíso sigue aquí, más extensa; los edificios hace más de treinta años que tomaron algunos cerros; unos como estúpidas estacas sobre el portezuelo principal, otros, tan modernos pero geniales, como los que suben por un costado de plaza Echaurren, abalconando pasillos exteriores en cada nivel, que semejan frisos inmensos de vida que rematan y amurallan la pendiente.
El turismo que viene a conocer el Patrimonio de la Humanidad porteño y la universidad han puesto lo suyo, ya que vive el puerto, a inicios del siglo veintiuno, una especie de figuración retrógrada y amanerada, que es para bien, pero carente de la potentísima impronta que la geografía, el viento, los derrumbes, los aluviones, el esplendor y la miseria supieron darle cuando todavía el Golfo de Penas era el bautizo inevitable para quienes iban y venían del Atlántico al Pacífico.
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