miércoles, 2 de septiembre de 2015

Cotidianeidad del Ocio del Verano como Colmo de Contemplación Estética II

[©SmcArq] [Para leer la primera parte, fechada el 3 de Septiembre de 2010, hacer click sobre estas palabras]


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Fui como una suerte de permanente estancia quieta y silenciosa adonde todo formaba parte de la continua estabilidad.
 
 
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Aquellos lugares recordados siguen ahí al punto que, por obra y gracia de los años y de los múltiples habitantes desentendidos y de paso, adonde existió un almacén hace más de ochenta años sus restos siguen ahí, pero como han sido docenas de familias las que han pasado por esa casa a título de visitas distraídas, si abres un cajón encontrarás restos de las cosas que aquel negocio vendía; el papel de regalo puesto al fondo de las cajoneras, algunos restos de objetos que los antiguos tenderos despreciaron cuando vendieron y se fueron junto a un trozo reseco de alguna travesura de niño de no hace más de tres años atrás. Ahora el lugar es una bodega – de hecho ha sido eso por más de sesenta años – entonces han entrado y salido restos de bicicletas, repuestos automovilísticos, riendas, monturas, alimentos no perecibles, restos de maderas provenientes de reparar la casa por los diversos terremotos y, si recorres el corredor hecho galería, encontrarás los adornos de las repisas de hace más de 35 años donde mismo, recogiendo el polvo por décadas y, al lado, tienen otros adornos agregados y uno, que ha podido entender todo esto, lee el paso inexorable de la gente y sus huellas anónimas manifestados en sus más dispares y variopintos gustos; el ingenioso velero hecho de micas, el cenicero de cobre amartillado, los ínfimos cantaritos de greda dentro de los cuales languidecen cáncamos y trozos de cordel a la espera de ser usados nuevamente. Inclusive mis juguetes de niño, que dejara abandonados por estar en mal estado, siguen al fondo de estanterías subutilizadas, ahora que han pasado dueños sobre dueños y sucesiones sobre sucesiones y familiares aprovechados de otras personas desconocidas, no obstante todo aquello, mis juguetes siguen ahí; ¡mis propios juguetes! de los cuales nadie entiende en su plenitud; el Generador de Código Morse a pilas hecho de cable, plástico y lata de los años setenta, que abriera en una hermosa navidad campestre, con toda la familia reunida; los abuelos, mis padre, mis tíos, mis primos, alguna asesora del hogar traída desde Santiago que lloraba echando de menos a su gente en ese pueblo perdido de la pre cordillera. Todo eso vibra en mí memoria, y lo que queda de aquella casa pulsa para quienes podamos, tengamos o suframos del honor de leer el paso inexorable de los años que se van y regresan a golpes de una añoranza hecha a la medida del alma y de sus posibilidades. Seguramente el paraíso, o lo que se le asemeje, o lo que sea, o lo que posible, o lo que potencialmente exista así o como algo asimilado, estará hecho de la reunión de todas las intensidades de la vida, armadas como el gran rompecabezas de plenitudes e idealizaciones de una realidad que suele ir por ahí volcada a la implacable indiferencia fenomenológica; somos nuestro paraíso y nuestro infierno; somos la reunión de un cosmos personal latiendo y existiendo a la sazón de un alma capaz o impotente en las lides de los fragmentos aquellos capaces de traernos al presente todo lo que fuimos, somos y seremos.


2
Si supieran lo que sentí cuando vi los restos de mis juguetes olvidados en aquella casa ajena. Es como si esos muros contuvieran el secreto capaz de orientar a sus habitantes para nunca desarraigar las vidas pasadas que aún cabalgan por sobre las existencias manifiestas de los que ahora duermen lánguidas siestas al arrullo de moscardones solitarios y al canto de los amados cuculíes distantes.


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Si supieran del estremecimiento que me invadió en aquellos instantes; todos se fueron, incluso algunos fallecieron ya, sobrevinieron otros niños, otros adultos, otras visitas capaces de afanarse cualquier cosa dejada de la mano de Dios, pero mis huellas seguían ahí cuarenta años después y arrumbado en otro cuarto el camión de madera de mis tres años de edad que le regalaron sus compañeros de universidad a mí padre languidecía aún, con todas las tablitas que le agregué a torpes martillazos para calzar mis soldados de plástico. Y aún brotan muñecas del basural centenario del patio del galpón provenientes de personas que, cuando llegué a vivir mis veranos, hacía décadas que habían fallecido y encima de ellas crecen nuevos cultivos que vienen y van, por encima de desperdicios que en unas décadas más serán incipientes tesoros arqueológicos cuando yo no esté y mis hijos agonicen durante el fin de sus extensas ancianidades rodeados de descendientes que ya no seré capaz de distinguir entre las mezclas de personas que se allegarán a la impronta que ni siquiera era mía en definitiva pues somos el Hombre que cabalga de ser en ser para pasar de siglo en siglo a la saga de una revelación que podría entenderse sobre las claves, estas, dejadas de la mano de todos y establecidas como la lectura derruida de quienes supieron entender la lengua del tiempo retornado desde sus minucias y extraños y  gloriosos fragmentos.

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