lunes, 16 de noviembre de 2009

Van Gogh 2; “Paisaje Montañoso Detrás del Hospital Saint-Paul”

[Villa del Cobil, Rengo, 5 de Octubre de 2009]
[©SmcArq] Podremos decir innumerables cosas en relación a esta pintura; en parte dibujada, en parte acariciada, en parte recogida como luz de formas confundidas. Pero hay algo que sobrecoge, y lamento que tantos vean tantas cosas en este pintor, y en esta pintura, y no sepan qué es, y no sepan decir qué es, y no sepan cómo decir qué cosa es aquello que se reúne o se disgrega en múltiples atributos sensibles; y se queden, también, en la miseria del “incomprendido genio de la pintura moderna que se cortó una oreja” e intercambiaba cartas con su hermano; y contraste la pena con el color, y les apene un color que es éxtasis, acaso albergado en la mente enajenada más impropia, incapaz de atraer a persona alguna, hasta que llegara el suicidio. Y compadecen la comprensión de una majestad pictórica dicha hasta el cansancio. Y así tocan su toga de talento, y sienten que algo de aquella capacidad se les traspasa.

Muchos ven a Van Gogh como el portador de una lente y una mirada que es preciso secuestrar para sí.

Hagamos un ejercicio relativamente objetivo; miren las nubes solamente ( o "La Nube", si prefieren) ; ella(s) se precipitan; ellas se hacen una sinuosa forma concreta y flotante; ellas se hacen materia vital de levitante dicha y dignidad.

No puedo dejar de pensar en Hokusai cuando veo a este holandés dibujar la luz que pinta su fulgor y su forma. La nube de este cuadro casi se toca con la Ola del famoso cuadro.

Pero nada de esto es concluyente. Revisen lo que dije en este texto; primero invito, después desafío, acaso torpemente, luego merodeo la divagación, pero nada se torna majestuoso en mis palabras. Van Gogh (ahí vamos) potencia la distancia del color y de la forma que nutre una suerte de albor y actitud, vertida a su aprehensión del mundo y volcada a la campiña montañosa. De cerca se establece el latido de la hierba y la vegetación agreste hecha rizo y moldeada turgencia de un viento que agrega y congrega. A lo lejos, ya vencida la pormenorizada latencia aludida, se establece el portentoso abrazo de la divinidad sobrevenida como éxtasis de un cumulonimbo portentoso, y tal portento es manto y velo, es sangre y volátil arrebol gigante de un mundo establecido en aquella suerte de nube y grisáceo doblez de sí misma, para ser lo que uno amansa en el ojo destemplado. La nube alberga la expectativa de un derrumbe natural hecho atronadura aplacada de un viento moldeado en tamaño e inmensidad capaz de sobrepasar al hombre; y como hombre y pintor se nutre tal proclamación de inmensidad, algo lúdica, algo infantil, algo franca y algo figurativa; no puede haber sino manifiesto y creencia en tal atrevimiento.

Me parece demasiado claro en esta obra que las partes son la sugerencia metafórica de otro trascendente aspecto que el pintor sufrió en el potencial éxtasis que pudiera haber sentido o merodeado al estarse ante este paisaje. Y claro, sería de mejor gusto hoy por hoy hablar de las partes abstractas del cuadro, y del ordenamiento de ellas, transferible a otras obras, pero me temo que en este pintor cada orden es cada vez.

El Canaletto hacía del registro fiel y subyugado un latido leve de vida y humano logro (esto es un extremo), Hokusai tomaba a la ola como si ella fuera el estertor de un poder aprisionado en la tela (o el papel); congelada ella era garra de tropel y rasgo inminente (y este es otro extremo). Así Van Gogh toma al mundo y lo nutre de “anima” y refulgente trance de evento, como testimonio de un paso majestuoso de nube que “anuba” en un mundo montañoso, agitado por el pormenor (ya lo dijimos) de un leve viento que crispa una minuciosa yerba y vegetación determinadamente cercana.

Dios está en las nubes; en la ladera hormiguea el hombre. Entre ellos no hay sino diferencia de escala y distancia; ambos se separan en su elegante presencia natural, montañas de por medio. Pero tal separación es jerarquizada; Dios en las alturas, el hombre en las pasturas; El hombre aquí, Dios allá, arriba; entre ellos un mundo establecido como manto extendido en un orden y una dicha casi palpable.

Metafóricamente estamos ante un manifiesto más de la capacidad de contemplación de un alma solitaria ante tales poderes de discreta unidad.

En distintas escalas mora el hombre y su Dios, desde su trance de presencia arrolladora; “quédate ante mí, y detenta tu conciencia subyugada a mi poder”.

Tanta cosa es posible decir de este cuadro; Van Gogh es un testigo de un evento que subjetivamente surge de la vista que otros tendrían ante un paisaje que desdobla su teología de mundo por y para el hombre desde y solo desde cuando Vincent toma la nube y la asemeja a la divinidad, para suerte y presencia de un hombre-hierba arremolinado en su terrenal cercanía y discreción.

Termino; la genialidad de esta obra está en su controlado modo de decir lo que he descrito con estertores de caricia y “maravillamiento”; Vincent vió el orden sobrenatural de las cosas al pintar; Vincent hizo de esta obra pictórica un acta de meditación, donde queda manifiesta la manera de pintar y al pintar obrar, según lo visto que es seña de divinidad y ordenamiento del hombre sobre el mundo que habita.

Tal tesis propongo…

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