Sé de un lugar, a espaldas del mundo, donde se esconde un tesoro inconmensurable de acopio y resguardo absoluto. Ahí no entran los insectos, ni gotea su cielo raso. La humedad no penetra y el calor se desentiende. Ahí, en aquel lugar de resguardo dejo, a mi tesoro de oropel, dormir la siesta de los justos, para sentir la especie de auge y caída de quien no sabe sino rendirse ante la evidente medida en descontrol y acopio infinito, de cuya huella se deja herir, tras negar al mundo su propia naturaleza, con tal de atesorarla para sí y desde sí. No para usarla, ni para dejarla, pero sí para tenerla y sobre ella solazarse, ya que todo se desmiembra en la parca y miserable, lontananza que refulge en su brillo y su desdicha.
Sin perjuicio de aquello tan específico, existe, además quien traspone su miseria a otros lugares del mundo y de su alma, negando y guardando para sí, sin estrenar, inclusive al sentimiento más constructivo y edificante que pueda su existencia generar, con tal de no compartirlo y dejarlo macerar en su escondrijo, para sentir que lo aprisiona sobre sí, al punto de desfigurarlo en trauma y corrosión.
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