
¿Cómo legislará el hombre para otros mundos, cuando no sabrá sino trasladar sus ritos, cual voz impostada y cual seña agredida?
Matías Klotz, arquitecto, en una forma asombrosamente distendida y valiente, expresó hace un tiempo, que soñaba con proyectar la inaugural arquitectura marciana, dejando abierto a sus pares, o a quienes pudieran oírlo, que la fundación y apilotamiento de las verticales extensas y poderosas del ámbito rebelde en la tormenta y la sequedad, deberán, acaso, dominar el ímpetu y la soledad, haciendo de la sombra un arrimo consecuente con la otra forma rojiza de ser en la luz y en la explanada, ya que la sombra del nuevo mundo será otro abrigo y otro contraste, desconociendo la azulada manera de guarecer el sol a las espaldas del descanso y la frescura.
¿Cuál frescor y cual arrimo es aquel que ondula el pulso del desfiladero esporádico y del suave contraste de llanuras perpetuas y abrazantes?
Amamos a Marte como amamos la esperanza derruida de un traslapo sosegado, que permite (y que inaugura) al mismo hombre, con sus mismos ritos y cargamentos de costumbres, el entregarse a su propia e ineludible mutación.
Marte es el primer peldaño, desde el cual se divisa la contrahuella superada de una predecible desilusión, ya que en lo profundo del viaje subyace (y lo siento) la impronta advenediza del retorno.
Ni olvido ni repentina y milagrosa floración humana. Tal fatalidad nos amenaza; sedientos de metafóricas dosis de adrenalina grupal, daremos pertinazmente la espalda a toda monotonía y falta de abrupto término y contraste, quedando a la deriva la contienda, y destinando a los incautos a su propio y enervado alzamiento y ruptura detonante.

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