lunes, 18 de febrero de 2008

Llévame con tu jefe, terrícola

Cavilar sin dejación hacia un trazo sin retorno, en pos de saltos y abruptos arribos. Encapsuladamente atravesamos ora el espesor y otrora el vacío, cual barrena metafísica, y desde aquella circunstancia adormilamos la enhiesta situación extrema y tensada. Marte, como simbólico acierto, sin perjuicio de su propio vacío. Llegar a aquellas explanadas polvorientas, un día de los nuestros, y amanecer somnolientos, alivianados del peso innegable de otro sitio, pletórico de expedición y territorio. Bajo las leyes extrañas de un planeta distante, ver el horizonte inaugural tras el cual subyace una nueva manera de entender y sentir. Cómo decirlo. Si amanece, es otro el amanecer, y la noche, y el día, y la relación del día y la noche, y el flujo de acciones subordinadas a otros segundos y a otras horas, tras las cuales otras prisas y otros letargos se configuren, ya que el orden de la inercia del nuevo mundo, es aquella que no sabe condecir aterrizajes con martitorios, adonde la ondulación morfológica es intensamente colosal, y sus montañas y sus valles denotan la abismante reseña del viento y de otros escurrimientos, bajo otras gravedades y otros desmoronamientos en el talud marciano, liberado de la agreste condición del mundo celeste, que gira en otros anillos y en otras eras.
¿Cómo legislará el hombre para otros mundos, cuando no sabrá sino trasladar sus ritos, cual voz impostada y cual seña agredida?
Matías Klotz, arquitecto, en una forma asombrosamente distendida y valiente, expresó hace un tiempo, que soñaba con proyectar la inaugural arquitectura marciana, dejando abierto a sus pares, o a quienes pudieran oírlo, que la fundación y apilotamiento de las verticales extensas y poderosas del ámbito rebelde en la tormenta y la sequedad, deberán, acaso, dominar el ímpetu y la soledad, haciendo de la sombra un arrimo consecuente con la otra forma rojiza de ser en la luz y en la explanada, ya que la sombra del nuevo mundo será otro abrigo y otro contraste, desconociendo la azulada manera de guarecer el sol a las espaldas del descanso y la frescura.
¿Cuál frescor y cual arrimo es aquel que ondula el pulso del desfiladero esporádico y del suave contraste de llanuras perpetuas y abrazantes?
Amamos a Marte como amamos la esperanza derruida de un traslapo sosegado, que permite (y que inaugura) al mismo hombre, con sus mismos ritos y cargamentos de costumbres, el entregarse a su propia e ineludible mutación.
Marte es el primer peldaño, desde el cual se divisa la contrahuella superada de una predecible desilusión, ya que en lo profundo del viaje subyace (y lo siento) la impronta advenediza del retorno.
Ni olvido ni repentina y milagrosa floración humana. Tal fatalidad nos amenaza; sedientos de metafóricas dosis de adrenalina grupal, daremos pertinazmente la espalda a toda monotonía y falta de abrupto término y contraste, quedando a la deriva la contienda, y destinando a los incautos a su propio y enervado alzamiento y ruptura detonante.
La vida es un círculo, diremos, y las naciones replicarán, temporalmente, sus propios dominios, sin perjuicio del alzamiento de los nativos poderosos, cuya sangre enervada sabrá de la potencia de asumir la roja savia en el rojo firmamento.

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