martes, 18 de diciembre de 2007

Aunque parezca extraño

Lo que amo del verano, lo que se me aparece como más familiar, lo que siempre (por no decir definitivamente) me ha seducido, es el tedio persistente y la lejanía de aquello en movimiento en la distancia, adonde los demás (siempre los demás), despliegan su algarabía y apostura. Hace veinticinco años atrás era, para mí, todo esto que aludo, una especie de tortura adolescente, que me taladraba la ansiedad y siempre me hacía sentir desencajado y distante de todo centro social, personal, y en definitiva geográfico. Pasaba mis vacaciones en una parcela de la sexta región, adonde no había nada sino ansiedad, adormilada por otros lugares tardíos y distantes, que marcaban señal y arribo negable y restringido.
Hoy la distancia y el definitivo candor de un predio plagado de maleza reseca que se llena del canto de los pájaros, es mi hogar y mi consuelo. Forjado para eso, todo lo demás se me hace fatuo e impropio. Ya no tengo espacio para la risotada ni la satisfecha mansedumbre de la compañía. Solo dejo a los demás habitantes del rebaño bullicioso (al cual pertenezco por cierto) "Ser en el centro", que de periferias y vísperas silenciosas me visto y calzo.
Pero en suma, no sé cómo explicar todo esto. No sé cómo decirlo ni como atraparlo, pues no es soledad ni es distancia.
Cuando aludo a todo esto, en el fondo clamo por la serena tarde discreta y contraproducente, que deshace ansiedades y doma al potro ingobernable de las ambiciones febriles. Hablo de sobriedad, y de ella hablo aludiendo a la faceta más sensible de la ventana entornada, que metafóricamente alberga al moscardón solitario, zumbando entre cortinas derruidas y polvo suspendido, al paso de una carreta desvencijada y obsoleta.

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