Lo que amo del verano, lo que se me aparece como más familiar, lo que siempre (por no decir definitivamente) me ha seducido, es el tedio persistente y la lejanía de aquello en movimiento en la distancia, adonde los demás (siempre los demás), despliegan su algarabía y apostura. Hace veinticinco años atrás era, para mí, todo esto que aludo, una especie de tortura adolescente, que me taladraba la ansiedad y siempre me hacía sentir desencajado y distante de todo centro social, personal, y en definitiva geográfico. Pasaba mis vacaciones en una parcela de la sexta región, adonde no había nada sino ansiedad, adormilada por otros lugares tardíos y distantes, que marcaban señal y arribo negable y restringido.
Hoy la distancia y el definitivo candor de un predio plagado de maleza reseca que se llena del canto de los pájaros, es mi hogar y mi consuelo. Forjado para eso, todo lo demás se me hace fatuo e impropio. Ya no tengo espacio para la risotada ni la satisfecha mansedumbre de la compañía. Solo dejo a los demás habitantes del rebaño bullicioso (al cual pertenezco por cierto) "Ser en el centro", que de periferias y vísperas silenciosas me visto y calzo.
Pero en suma, no sé cómo explicar todo esto. No sé cómo decirlo ni como atraparlo, pues no es soledad ni es distancia.
Cuando aludo a todo esto, en el fondo clamo por la serena tarde discreta y contraproducente, que deshace ansiedades y doma al potro ingobernable de las ambiciones febriles. Hablo de sobriedad, y de ella hablo aludiendo a la faceta más sensible de la ventana entornada, que metafóricamente alberga al moscardón solitario, zumbando entre cortinas derruidas y polvo suspendido, al paso de una carreta desvencijada y obsoleta.
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