Cuando se alude al retorno a nuestras tendencias naturales, más relacionadas con la vida de los primeros monos provistos de habilidades inaugurales, no hacemos nada sino taparnos la vista para no situarnos dentro de nuestro ámbito actual.
Somos individuos establecidos en la medianía exacta entre la agreste llanura reseca y la inmensa agonía del levante cósmico inconmensurable, y desde esta plenitud provista es que actuamos, tan naturales como los primeros, y tan merecedores de espacio y desarrollo como aquellos emplumados aborígenes que le cantan al sol y a los ritmos que les gobiernan, a espaldas de la robótica y la inteligencia artificial.
Patéticos occidentales aquellos que se empluman y disponen en vestimentas y ademanes tribales, a la sombra del cartel de neón y de su propio enojo e inconformismo.
Cuando hayan transcurrido trescientos años, y tengamos lecturas adecuadas de nuestros siglos, podremos entender que nunca el hombre salió de la naturaleza. Lo que pasa es que su instinto apostó, en los inicios de su propia especie, a ampliar sus horizontes, en contra de la intrínseca adoración de los mismos.
Entendamos lo siguiente: hay algo, que podríamos denominar como “síncopa de los externos requerimientos”. Ese algo nos conduce y dirige hacia nuestro destino, entrecruzado con la diestra disposición interna para ver hacia lo abstracto y permanente. Nunca hemos abandonado nuestra naturalidad; lo que pasa es que pulsamos, desde el arraigo al tránsito, como siempre lo hemos hecho, sin perjuicio de que el campo en cuestión se expande y de que nuestras fronteras se resisten a ser superadas.
Como siempre; todo sigue como siempre.
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