
Y bien, siendo el brillo un resplandor, y siendo tal atributo un esplendor, y espléndidamente habiendo sido aquello en su magnificencia, dejamos, pues, sus cualidades en nosotros, y estando todo aquello poseído en su otra parte como un cotidiano y plebeyo individuo que sabe su pedestre agonía, no es sino evidente que surgiera tal panteón de metáforas humanas, desentendidas de nuestro turbio devenir, como esperanza otra de otros rumbos posibles, poseídos de signo y comparsa de fuero y poder.
Tal juego de panteones fue, sin dudas, arma o caricia, como no, pero tal multívoca ascendencia tuvo su parte en nosotros, atando el camino cual soga oblicua, no en su vertical sistema de unidad divina, situada en su correspondiente ámbito, allende las nubes, en los picos más altos de las montañas no atendidas ni tocadas, pero tenidas a la distancia evidente del mundo, ya lo dijimos, que en nuestras alma correspondía.
Y entonces no era el cielo la meta de tales acontecimientos, no; bastaban las montañas, de cuyos confines dejábamos duda y misterio, en nuestras arcaicas territorialidades leves y contraídas, ignorantes de aquello que tras ellas se perdía.
En aquellos días, hace tres mil años, en Grecia (o lo que en aquellos años se entendía por “Grecia”), sin saber lo que sabemos, el lenguaje era otro; otras resonancias buscaban eco, distantes del fenómeno cierto.
El hombre “no sabía”; el hombre sentía, eso sí, que algo podría saber, pero así como ¿”saber que sabe la ley que sustenta su destreza y las otras cosas que lo sustentan”?; pues no.
Ahora vemos al sol ¡y sabemos que vemos tantas cosas que se condicen y evidencian!.
Luego, claro, sin tanto infinito eco de sapiencias, el juego de señales se mezclaba; y se hacía una sola maraña de hermosura; la incipiente evidencia de alguna futura sapiencia, el sol, la blanca tela, el cerro y sus cascajales, el mar, el sentimiento, la sospecha, el deseo fisiológico, el vértigo, la lógica percepción, toda emoción concurrente, y así tantas cosas.
Integradamente, en la primitiva consecuencia de nuestro actual enciclopédico ojo, que soslaya su seña y detona sus pre-conceptos atribuidos, perfectamente fue posible que los llamados “Dioses”, no fueran sino la esperanza de fuerza y modelo de un mundo ordenado y de unas leyes rectoras; “sea el mundo y sea el orden”; contamos dos, entre ambos, nosotros, los terceros distantes que a nuestra imagen y semejanza concebimos, al otro tercero tangible, pero suficientemente maravilloso; todo aquello, todo así, confundido e inocente.
Ya no podemos hablar de sus dioses. Sus dioses ya se fueron; nunca volverán, como distante estará nuestro Dios, de nuestros sucesores, cuando nuevos mundos se abran y nuevas evidencias se presenten, de las cuales no podemos hablar, sino como profecías consecuentes.
Aquellos dioses de antes, los que ya no están, los que tanto se nombran para investir de misterio lo que algunos no pueden construir en sus sintaxis; esos dioses transfigurados, con el ojo que antes reinaba en el hombre, lucían tan evidentes como Aquel que hoy en día erigimos, tanto sea para su gloria como también para su muerte, abstracto, omnipotente y todo...
…¿Qué futura inmensidad será mañana nuestro Dios acometido, cuando sume y se conforte la aventura?
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