martes, 30 de diciembre de 2008

Impresiones acerca de “Ciudades” de Arthur Rimbaud

Este difícilmente abordable genio de la poesía, directamente transfigura cada ciudad, acogida en su tamaño avenido en colisiones céntricas y centrípetas de todo su frenesí y detalle, en un desfile de divinidades portadoras de sentido y trascendencia, serpenteantes de ímpetu y humana predestinación, con las que figura una abstracta pulsación de golpe de martillo de fragua engastado en la avenida que se tiende en su sosiego y potente letargo de amplitud y reparo del tranco que abre su pulso a todo paso acaecido en todas y cada una de las playas, solares, portentos y minucias de aquello que figura como un hilo, grueso cual tramo de atadura de buque en su amarra tensionada, que expulsa sus gotas de mar y conforma la rígida vara de quieta magnitud de navío, que en su entrega ya renuncia a su desvío. La imagen constelada de sombra, estallido, silencio, frenesí, poder, costumbre, permanencia, huella, piedra, torre y convergencia se entrama e instala cual coloso potente de rastro y destino latente. Las ciudades de Rimbaud son todas y cada una de aquellas que se entregan a su esplendorosa magnitud de monumento y forja rojiza o acaso resplandeciente de blancura y hervor detentado cual trueno acallado por el pie del hito avivado en su trance de asentamiento y metafórica vivencia. Las ciudades de nuestro querido Rimbaud florecen, como si su esplendor contuviera el germen anexo de oxidación y mansedumbre de colosos arremolinados en derredor de la vida bullente y subordinada de gentíos y multitudes pulsadoras y pulsantes. Tal paradoja acaso intenta atrapar semejante contención de potencias burbujeantes, traídas a esplendor desde el mate y condensado brillo acallado por la suma ingente de tales vértigos de su propia y poderosa palabra, esplendorosa, cogida en su huella y obediente a su sentido. Mis respetos a semejante maestro, acaso no soy quien para siquiera tocar sus rastros de pluma y logro verbal, sugerido cual volcán contenido pero expectante en la lectura infinita de la impronta irrefrenable e indómita de un verbo entramado y poderoso. No doy más que tal ancho, si me disculpan me acallo en señal de respeto.

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[El texto aludido, para que lo disfruten...]


CIUDADESAutor: Arthur Rimbaud

[I]

La acrópolis oficial exagera las concepciones más colosales de la barbarie moderna. Imposible expresar la luz mate producida por el cielo inmutablemente gris, el esplendor imperial de las construcciones, y la nieve eterna del suelo. Han reproducido con un gusto de singular enormidad todas las maravillas clásicas de la arquitectura. Asisto a exposiciones de pintura en locales veinte veces más amplios que Hampton-Court. ¡Qué pintura! Un Nabucodonosor noruego ha hecho construir las escalinatas de los ministerios; los subalternos que he podido ver son ya más arrogantes que Brahmas, y he temblado ante el aspecto de los guardianes de colosos y oficiales de obras. Con el agrupamiento de los edificios en squares, patios y terrazas cerradas, han eliminado a los cocheros. Los squares representan la naturaleza primitiva labrada por un arte soberbio. El barrio alto tiene partes inexplicables: un brazo de mar, sin barcos, despliega su estrato de granizo azul entre muelles cargados de candelabros gigantes. Un breve puente conduce a una poterna justo debajo de la cúpula de la Sainte-Chapelle. Esta cúpula es una armazón de acero artístico de unos quince mil pies de diámetro.
En algunos puntos de las pasarelas de cobre, de las plataformas, de las escaleras que rodean las plazas de mercado y los pilares, ¡creí poder juzgar la profundidad de la ciudad! Es del prodigio de lo que no pude darme cuenta: ¿a qué niveles están los otros barrios por encima o por debajo de la acrópolis? Para el extranjero de nuestro tiempo, reconocerlo es imposible. El barrio comercial es un circus de estilo único, con galerías de soportales. No se ven tiendas. Mas la nieve de la calzada está aplastada, algunos nababs, tan escasos como los paseantes de una mañana de domingo en Londres, se dirigen hacia una diligencia de diamantes. Algunos divanes de terciopelo rojo: sirven bebidas polares cuyo precio oscila entre las ochocientas y las ocho mil rupias. Ante la idea de buscar teatros en este circus, me digo que en las tiendas deben ocurrir dramas bastante sombríos. Pienso que existe una policía; mas la ley debe ser tan extraña que renuncio a formarme una idea de los aventureros de aquí.
El arrabal tan elegante como una hermosa calle de París se ve favorecido por un aire luminoso. El elemento democrático cuenta con unos cientos de almas. Tampoco aquí las casas se suceden; el arrabal se pierde extrañamente en el campo, en el «Condado» que ocupa el occidente eterno de bosques y plantaciones prodigiosas donde los gentilhombres salvajes salen a la caza de sus crónicas bajo la luz que se ha creado.


[II]

¡Son ciudades! ¡Un pueblo para el que se levantaron esos Alleghanys y esos Líbanos de sueño! Chalés de cristal y madera que se mueven sobre raíles y poleas invisibles. Los viejos cráteres ceñidos por colosos y palmeras de cobre rugen melodiosamente entre las llamas. Amorosas fiestas resuenan sobre los canales colgados detrás de los chalés. La caja de los carillones chirría en las gargantas. Corporaciones de cantores gigantes acuden con ropajes y oriflamas resplandecientes como la luz de las cimas. Sobre las plataformas en medio de los precipicios los Roldanes tañen su bravura. Sobre las pasarelas del abismo y los techos de las posadas el ardor del cielo engalana los mástiles. El derrumbamiento de las apoteosis llega a los campos de las alturas donde las centauras seráficas evolucionan entre las avalanchas. Por encima del nivel de las crestas más altas un mar agitado por el nacimiento eterno de Venus, cargado de flotas orfeónicas y del rumor de las perlas y las conchas preciosas, - el mar se ensombra a veces con destellos mortales. En las laderas mugen cosechas de flores del tamaño de nuestras armas y nuestras copas. Cortejos de Mabs con atuendos rojos, opalinos, ascienden los barrancos. Arriba, con las patas en la cascada y las zarzas, los ciervos maman de Diana. Las Bacantes de los suburbios sollozan y la luna arde y aúlla. Venus entra en las cavernas de los herreros y los ermitaños. Grupos de campanarios cantan las ideas de los pueblos. De castillos construidos con huesos sale la música desconocida. Todas las leyendas evolucionan y los impulsos se precipitan en los burgos. El paraíso de las tormentas se derrumba. Los salvajes bailan sin cesar la fiesta de la noche. Y yo he descendido una hora a la bulla de un bulevar de Bagdad donde unas compañías han cantado la alegría del trabajo nuevo, bajo una brisa espesa, circulando sin poder eludir los fabulosos fantasmas de los montes donde debimos volver a encontrarnos.
¿Qué buenos brazos, qué hermosa hora me devolverán a esta región de donde vienen mis sueños y mis menores movimientos?".

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