miércoles, 9 de abril de 2008

La Política vista como la efigie iluminada, de cuyos brillos se deducen sus sombras correspondientes

Los manejos políticos, llamémoslos así, constituyen lucha y establecimiento de tensiones, reales o ficticias, en pos del acceso al poder, sea cual fuere éste en su contexto de fines fieles a sus principios, entendiendo este rango completo como la manifestación formal de la idea como motivo, excusa o acción.
No existiendo labor mejor que otra, sí existe actividad más importante en sus alcances, estando la política muy por encima de la gran mayoría de las actividades humanas.
Pensémoslo así; un buen relojero puede ser mejor en su afán que el peor de los políticos, sin perjuicio de que el segundo, con todo lo facineroso que puede ser, se maneja en un contexto de generalidades conceptuales conducentes a la acción plena sobre los hombres, a contrario efecto del primero, que se concentra y hace de su mundo la simple sincronía de piezas mecánicas, ordenadas y dispuestas para un único fin preciso y conciso.
El pensamiento político, hasta el más interesado y carente de asertividad, maneja abstracciones sociales relacionadas con los grandes vectores de acción civilizada, viendo en todo, desde su lupa oficial, al efecto integral de las multitudes, desde donde proviene el poder que administra o usa.
Deformación de esto último puede verse en las decisiones gubernamentales que pudieran tomarse, a santo de cualquier régimen o tendencia ideológica, basadas en la percepción subjetiva final conjeturada de los gobernados, sin perjuicio de la especificidad que pudiera tener el dato, el resultado o la conclusión, técnica, que para estos fines se aduce. Si técnicamente no se justifica la construcción de alguna solución ingenieril, pero ella, de todos modos es bien recibida por los más extraños y sorprendentes argumentos sociales, es posible que malas decisiones políticas conduzcan a su materialización, por fines artificiosamente “más favorables” aducidos, en una mirada más general, que no eficiente ni mucho menos eficaz.
En África se construyeron, cerca de la mitad del siglo pasado, siderúrgicas y plantas manufactureras que no tenían sustentabilidad alguna desde diversos puntos de vista, como los del aprovisionamiento de materias primas, o la accesibilidad, el emplazamiento, el radio de acción de suministro del producto final donde fuera económicamente posible concebir tales iniciativas. En un programa de los años 80 que daban en la televisión de Chile, traducido como “El Hombre Ecológico” o algo por el estilo, se dijo que estas industrias, hoy por hoy no solo abandonadas, sino derruidas, saqueadas, lánguidamente vacías y arruinadas, eran verdaderos Templos, edificados a la deidad del progreso y la modernidad; ¡qué acertada conceptualización es esta!, que me ha acompañado por décadas en mi muy personal visión del mundo humano.
Resulta muy fácil decir, sí, “decir”; “nombrar” o “aludir en palabras” a cual podría ser el pertinente ámbito político que percibo como adecuado, decente o bueno, dicho así, sin más rodeos. Pero me temo que no es sino ingenuo (y por ende, defectuoso y falente) declarar lo lícito o permisible desde la propia tolerancia, solo aludiendo al cuerpo en cuestión aparecido acaso exclusivamente en sus partes iluminadas.
No olvidemos que el mismísimo relojero que mencionamos como contraejemplo, maneja su trabajo y productividad desde aspectos que se salen de su propia inmediatez funcional. Ejemplo. Dirá que su trabajo demora más de la cuenta, para poder cobrar lo que considera justo para su esfuerzo y experiencia, por cuanto sería esta una manera “visible” y “perceptible” de poner en evidencia el valor que se quiere atribuir a la transformación oficial del artilugio defectuoso en aparato operativo.
Luego, nadie escapa a la distorsión de los hechos, por los fines más justificados o justificables que se puedan esgrimir.
Injusto, en su mayor espectro será, por lo tanto, ir a una conclusión en relación a alguna actividad humana, aludiendo solo a sus bondades, incompletas en su puesta en escena. Es tal la complejidad de interrelaciones que se dan en el ámbito humano, que es imposible ir solamente con la verdad por delante y con la mentira arrumbada en alguna gaveta oculta del corazón, si de política y su accionar hablamos.
Todos mentimos (que no es lo mismo que andar diciendo que “todos somos pecadores”, pues tal afirmación contiene el sustrato de la condena, la acusación y el emplazamiento agresivo), para bien o para mal, pero todos faltamos a la más pura verdad, por cuanto nuestros propios talentos disminuidos, nos imposibilitan de hablar con la lengua de lo perfectos, que, acaso quisiéramos ser, pero nunca lograremos alcanzar como condición.
Hay algo especial en las acciones de quienes obran por los otros o “a nombre y a delegación de los demás”. Ellos, llamémoslos “los políticos”, saben que su pensamiento puede ser lógico, y acaso debe serlo, pero esto es muy difícil de ser medido o sometido a escrutinio, por cuanto manejan a la civilización toda como campo de lenguaje y análisis (no así un relojero), y, por lo mismo, sus defensas, descargos, argumentaciones o justificaciones campean en la más plena, ambigua y generalizada subjetividad (hablamos de una subjetividad superlativa y exagerada inclusive, por cuanto ni siquiera el más amplio de los ámbitos, que es el de la ética puede darse semejantes lujos, en cuanto ella, la ética, se maneja en la estricta argumentación lógica cual fórmula matemática precisa y concluyente, siendo este otro, un tema que no viene al caso expandir). En el mundo de la política, visto desde mi querida metáfora del río que se debe atravesar, las piedras que se extienden ante el pie del especialista en tales avatares son vastas, multiformes, policromadas y prácticamente infinitas, dándose las posibilidades de atravieso más diversas, y en la práctica valederas o a lo menos serviles, a las causas que se desean sustentar. La fundamentación política es vaga, ambigua, equivalente y maleable por naturaleza, dado lo ya expuesto, y por lo mismo, no es la retórica del convencimiento y la argumentación el centro de su quehacer, ya que al ser infinitas las razones y argumentos, es fácil deducir que ninguno es el eminentemente superior (esto último expuesto da pie a pensar en la democracia en sí como la respuesta contemporánea a tal problema de “verdad dispersa, en poder de todos y cualquiera”)
Dado lo expuesto podría ser inclusive comprensible (forzando la nota claro está) que se olviden de sus principios los llamados a tales actividades, cuando todo puede ser justificado para sí o para los demás (obviamente sin entrar en el campo del delito o de ámbitos similares)
Debe ser muy triste el encontrarse, como político, ante la realidad manifiesta de que todo puede ser explicado o fundamentado, cuando la idea es artefacto y no gobierna sino como costra enquistada en los espíritus, jamás abandonados de sus pasiones, ya sean altruistas o ya sean miserables.
Quien quiera vérselas con la actividad política, a excusa o fundamento de puro y simple servicio a la comunidad, o se miente o nos miente, o ambas cosas a la vez, por cuanto tal tipo de aseveración de causas o principios de acción olvidan, delegan o se abstraen de un modo erróneo del poder intrínseco de las acciones relacionadas con tal ámbito tan amplio y general de operación.
En lo personal le creeré más a quien se refiera a la plenitud de aspectos que la política conlleva, como uno le creería más al arquitecto que declara no solo buscar la belleza como fin único, sino que, a su paso, no olvida la función como parte y elemento ineludible.

Comparando ambos campos aludidos; la política y la arquitectura, cuando el arquitecto habla de función y belleza, el político debiera hablar de servicio público y poder intrínseco de tal dedicación.

Con todo, siento haberme explicado adecuadamente.

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