[El lanzamiento de la Jabalina y la paradoja del logro]
Espero en el extremo del foso, una pausa de arrimo al ritmo cadencioso del avance, con la soltura de un puma y la gracia de la avestruz, vestido del atuendo inherente, fijo al suelo con las púas ligeras, como el samurai ante su afrenta, aprieto la lanza en la mano diestra para hacer de su vuelo el paradigma de la perfección del cuerpo, pues ella no es sino la imagen externa de la armonía del que la arroja, cuyos años de apronte son la ofrenda del acto, pues no es sino el amor de la entrega la que se yergue cuando la profundidad del estadio se abre al brazo elegido. Espero la señal repentina y fugaz que me anuncia la confluencia de actitud y tensión, para acometer al trote progresivo, cuya arremetida final establece la potencia en viaje desde el tronco hacia la mano y desde ella hacia la punta de sus dedos, para danzar el salto de la final acometida, cuando todos los años de esfuerzo se hacen carne del chasquido viril, desde el cual el grito de furibunda entrega explosiva, desencadena el vuelo sutil del dardo arrojadizo, estableciendo la curva predecible, donde se manifiesta la destreza exclusiva de fragilidad y vuelo vectorial desde el arco humano, tensado en el talón impuesto y el detonar contrapuesto.
Como si a la inversa brotara un pozo, del crudo más comprimido, se entierra ella en la distancia, cuya sentencia establece el signo del acierto, cuando todo se nubla y converge el logro, tras el cual, terminada la faena, en el camino a las afueras, se aviene el vacío del cuerpo y se aviene el vacío del alma.
No hay disciplina que no se nuble en su apogeo.
Como si a la inversa brotara un pozo, del crudo más comprimido, se entierra ella en la distancia, cuya sentencia establece el signo del acierto, cuando todo se nubla y converge el logro, tras el cual, terminada la faena, en el camino a las afueras, se aviene el vacío del cuerpo y se aviene el vacío del alma.
No hay disciplina que no se nuble en su apogeo.
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